miércoles, 12 de noviembre de 2014

Literatura del Siglo XVIII


(Falta contexto histórico)



La prosa del siglo xviii (versión sintética)

En las primeras décadas del siglo dominó la prosa posbarroca, cuyo máximo exponente fue Diego de Torres y Villarroel, autor de una autobiografía con rasgos picarescos titulada Vida. Después, la mentalidad ilustrada favoreció un desarrollo de la prosa didáctica y ensayística en detrimento de la prosa de ficción. La reflexión crítica y el afán reformista hacen que proliferen las polémicas y, por lo tanto, las argumentaciones; para ello, el lenguaje se depura y renueva su sintaxis y su léxico (penetran abundantes galicismos). Se practican subgéneros como artículos, críticas, diarios, memorias, novelas epistolares o cartas; sin embargo, en novela apenas se puede destacar  el Fray Gerundio, del padre Isla, sátira de los excesos de la oratoria sagrada posbarroca. Finalmente, en las últimas décadas del siglo aparecerán rasgos prerrománticos en obras de, entre otros, Cadalso y Jovellanos.

Dentro de la prosa ilustrada, vamos a destacar a tres grandes autores. El primero es el padre Feijoo (1676-1764), autor de dos obras publicadas con éxito en varios tomos: Teatro crítico universal (1726-1740) y Cartas eruditas y curiosas (1742-1760). Fueron compuestas “para desengaño de errores comunes”, es decir, para acabar con supersticiones y falsas creencias, basándose en los criterios de la experimentación y de la razón. Feijoo demuestra su gran conocimiento de autores extranjeros como Bacon o Bayle, y trata temas variados (arte, geografía, medicina…) con una intención enciclopédica.

José Cadalso (1741-1782) escribió Los eruditos a la violeta, sátira de quienes simulan saber de todo y estar siempre al día, y las Noches lúgubres, diálogo en prosa de carácter prerromántico en el que un amante desesperado pretende desenterrar el cuerpo de la amada recién fallecida. Pero su principal obra es las Cartas marruecas que, sobre el modelo de las Cartas persas de Montesquieu, recoge las cartas que un ficticio viajero marroquí, Gazel, intercambia con su maestro Ben Beley y con su amigo español Nuño. Ello da pie a una visión crítica sobre los problemas y costumbres de la España del momento: atraso científico e industrial, poca productividad de la nobleza…, todo ello desde una actitud de patriotismo crítico típicamente ilustrada.

Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811) aporta su afán reformista, su fe en la ciencia y en la educación y su interés por el bienestar social. Así se aprecia en su Informe sobre la ley agraria o en su Memoria para el arreglo de espectáculos y diversiones públicas (títulos simplificados). En este último destaca su crítica hacia el teatro popular y posbarroco y su defensa de un teatro didáctico y sometido a normas, es decir, del teatro neoclásico.




El teatro del siglo xviii (versión sintética)

En el siglo xviii, el género dramático estuvo marcado por la lucha entre los partidarios  del teatro posbarroco y popular, por un lado, y la minoría ilustrada, por otro. Esta minoría trató de fomentar, sin demasiado éxito, un teatro más didáctico, verosímil y sujeto a reglas: el teatro neoclásico.

El gran público seguía disfrutando de las obras barrocas, en especial las de Calderón, con frecuencia «refundidas» o adaptadas. En la misma línea, proliferaron nuevos subgéneros basados en la espectacularidad de la tramoya y en argumentos exagerados y poco verosímiles: las comedias de santos, de magia, «de figurón» y heroicas. En estos subgéneros destacaron Antonio Zamora y José de Cañizares. Hay que reseñar también el éxito de los sainetes de Ramón de la Cruz, piezas breves de carácter humorístico y ambiente madrileño.

Por su parte, los ilustrados rechazan tanto el teatro barroco, por su falta de didactismo y su desprecio de las normas clásicas, como los subgéneros populares, por su desarreglo y su inverosimilitud. Proponen un teatro neoclásico, caracterizado por la imitación de la realidad. Para ello se respetan las tres unidades (lugar, tiempo y acción), se separan lo trágico y lo cómico y se huye de los excesos verbales y argumentales, presentando conductas ejemplares con un lenguaje natural y sencillo. Los ilustrados diferencian claramente entre tragedia y comedia. Las tragedias neoclásicas, poco afortunadas, suelen presentar sucesos históricos y caracteres grandiosos, y se presentan en verso (generalmente endecasílabo). Destacó la Raquel (1778) de Vicente García de la Huerta, de asunto histórico: trata sobre la reacción de los nobles castellanos contra la amante y favorita del rey Alfonso viii, la judía Raquel.

En cuanto a la comedia, solo las de Leandro Fernández de Moratín gozaron de cierto éxito. Se basaban en la idea neoclásica de unir deleite y utilidad; imitaban sucesos domésticos y cotidianos con un lenguaje verosímil, una intriga simple y natural y unos desenlaces ejemplares, que encerraban una crítica de ciertas costumbres sociales. Así, en su mayor éxito, El sí de las niñas (1806), se censura la educación excesivamente autoritaria que reciben las mujeres, así como los matrimonios desiguales en edad, realizados por conveniencia. El mismo tema trata en dos comedias que, a diferencia de la anterior, estaban en verso: El viejo y la niña (1790) y El barón (1803), mientras que en La comedia nueva o el café (1792) satiriza a los autores de comedias de magia.

Finalmente, hay que destacar que en las últimas décadas del siglo disfrutó de cierto éxito una nueva corriente, la llamada comedia «sentimental», que presenta, por su exaltación de la sensibilidad, rasgos prerrománticos. Un ejemplo fue El delincuente honrado (1774), de Jovellanos.

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