(Falta contexto histórico)
La prosa del siglo xviii (versión sintética)
En las primeras décadas del siglo dominó la prosa
posbarroca, cuyo máximo exponente fue Diego de Torres y Villarroel, autor de
una autobiografía con rasgos picarescos titulada Vida. Después, la mentalidad ilustrada favoreció un desarrollo de
la prosa didáctica y ensayística en detrimento de la prosa de ficción. La
reflexión crítica y el afán reformista hacen que proliferen las polémicas y,
por lo tanto, las argumentaciones; para ello, el lenguaje se depura y renueva
su sintaxis y su léxico (penetran abundantes galicismos). Se practican
subgéneros como artículos, críticas, diarios, memorias, novelas epistolares o
cartas; sin embargo, en novela apenas se puede destacar el Fray
Gerundio, del padre Isla, sátira de los excesos de la oratoria sagrada
posbarroca. Finalmente, en las últimas décadas del siglo aparecerán rasgos
prerrománticos en obras de, entre otros, Cadalso y Jovellanos.
Dentro de la prosa ilustrada, vamos a destacar a tres
grandes autores. El primero es el padre Feijoo (1676-1764), autor de dos obras
publicadas con éxito en varios tomos: Teatro
crítico universal (1726-1740) y Cartas
eruditas y curiosas (1742-1760). Fueron compuestas “para desengaño de
errores comunes”, es decir, para acabar con supersticiones y falsas creencias,
basándose en los criterios de la experimentación y de la razón. Feijoo
demuestra su gran conocimiento de autores extranjeros como Bacon o Bayle, y
trata temas variados (arte, geografía, medicina…) con una intención
enciclopédica.
José Cadalso (1741-1782) escribió Los eruditos a la violeta, sátira de quienes simulan saber de todo
y estar siempre al día, y las Noches
lúgubres, diálogo en prosa de carácter prerromántico en el que un amante
desesperado pretende desenterrar el cuerpo de la amada recién fallecida. Pero
su principal obra es las Cartas marruecas
que, sobre el modelo de las Cartas persas
de Montesquieu, recoge las cartas que un ficticio viajero marroquí, Gazel, intercambia
con su maestro Ben Beley y con su amigo español Nuño. Ello da pie a una visión
crítica sobre los problemas y costumbres de la España del momento: atraso
científico e industrial, poca productividad de la nobleza…, todo ello desde una
actitud de patriotismo crítico típicamente ilustrada.
Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811) aporta su afán
reformista, su fe en la ciencia y en la educación y su interés por el bienestar
social. Así se aprecia en su Informe
sobre la ley agraria o en su Memoria
para el arreglo de espectáculos y diversiones públicas (títulos
simplificados). En este último destaca su crítica hacia el teatro popular y
posbarroco y su defensa de un teatro didáctico y sometido a normas, es decir,
del teatro neoclásico.
El teatro del siglo xviii (versión sintética)
En el siglo xviii,
el género dramático estuvo marcado por la lucha entre los partidarios del teatro posbarroco y popular, por un lado,
y la minoría ilustrada, por otro. Esta minoría trató de fomentar, sin demasiado
éxito, un teatro más didáctico, verosímil y sujeto a reglas: el teatro neoclásico.
El gran público seguía disfrutando de las obras barrocas, en
especial las de Calderón, con frecuencia «refundidas» o adaptadas. En la misma
línea, proliferaron nuevos subgéneros basados en la espectacularidad de la
tramoya y en argumentos exagerados y poco verosímiles: las comedias de santos,
de magia, «de figurón» y heroicas. En estos subgéneros destacaron Antonio
Zamora y José de Cañizares. Hay que reseñar también el éxito de los sainetes de
Ramón de la Cruz,
piezas breves de carácter humorístico y ambiente madrileño.
Por su parte, los ilustrados rechazan tanto el teatro
barroco, por su falta de didactismo y su desprecio de las normas clásicas, como
los subgéneros populares, por su desarreglo y su inverosimilitud. Proponen un
teatro neoclásico, caracterizado por la imitación de la realidad. Para ello se
respetan las tres unidades (lugar, tiempo y acción), se separan lo trágico y lo
cómico y se huye de los excesos verbales y argumentales, presentando conductas
ejemplares con un lenguaje natural y sencillo. Los ilustrados diferencian
claramente entre tragedia y comedia. Las tragedias neoclásicas, poco
afortunadas, suelen presentar sucesos históricos y caracteres grandiosos, y se
presentan en verso (generalmente endecasílabo). Destacó la Raquel
(1778) de Vicente García de la
Huerta, de asunto histórico: trata sobre la reacción de los
nobles castellanos contra la amante y favorita del rey Alfonso viii, la judía Raquel.
En cuanto a la comedia, solo las de Leandro Fernández de
Moratín gozaron de cierto éxito. Se basaban en la idea neoclásica de unir
deleite y utilidad; imitaban sucesos domésticos y cotidianos con un lenguaje
verosímil, una intriga simple y natural y unos desenlaces ejemplares, que
encerraban una crítica de ciertas costumbres sociales. Así, en su mayor éxito, El sí de las niñas (1806), se censura la
educación excesivamente autoritaria que reciben las mujeres, así como los
matrimonios desiguales en edad, realizados por conveniencia. El mismo tema
trata en dos comedias que, a diferencia de la anterior, estaban en verso: El viejo y la niña (1790) y El barón (1803), mientras que en La comedia nueva o el café (1792)
satiriza a los autores de comedias de magia.